Con la boca agrietada y las manos entumecidas por el frío
corrió por la ciudad desierta en busca del manuscrito. La carta que había
recibido la noche anterior ya no le parecía tan ajena a sus intereses como
había creído y ahora lo obligaba a hacerse cargo de una herencia que no había
siquiera soñado. Cuando llegó al 233 de la calle Richern empujó la puerta y, enardecido
por la ansiedad de saber todo, buscó hasta en los rincones más recónditos.
Encontró el sobre seis horas más tarde y de las cien hojas que abarcada el
compendio, sólo una estaba escrita: era la última y rezaba “Z, este es fin de
tu abecedario”.
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