El filo de la historia le marcó la cara y le tatuó los
huesos. En total calma, descosió el hilván de sus relatos y se aplomó sobre la
silla a esperar el veredicto del jurado. No hubo méritos en el caso y sin
embargo la sala estaba completa hasta el desborde.
La cabeza gacha y las manos
tendidas sobre el regazo eran la señal inequívoca de su rendición a un destino
que ya estaba escrito y que él había desoído durante todo ese tiempo.
A pesar
de su saña consigo mismo, aquellos hombres y mujeres de pie lo declararon
inocente, un devenir certero para quien siempre se había concebido culpable.
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